A la memoria de Félix Varela en bicentenario de publicado El Habanero
“Quienes no cabían en los asientos escuchaban de pie, y los que no cabían en el aula se colgaban de las ventanas para poder oírlo”, recordaba.
Cuba tiene una nómina histórica de maestros que, al mismo tiempo, fueron antorchas humanas que iluminaron el camino de los cubanos.
Entre ellos sobresalen nombres como José Agustín Caballero y Rodríguez, Félix Varela y Morales, José de la Luz y Caballero, Rafael María de Mendive, Rafael Morales y González y el propio Roa.
Un dato de lo más interesante en esta cadena de docencia magistral es la continuidad, pues cada uno de estos hombres fue discípulo del anterior.
Luz fue alumno de Varela; la joven generación que se alzó en la manigua cuando Céspedes dio el Grito de Yara salió de las aulas de Luz, que, según testigos, quedaron casi vacías.
Mendive fue discípulo de Luz; Martí lo fue de Mendive, y su magisterio sobrevivió a su muerte física y aún gravita sobre la conciencia de muchos cubanos.
Rafael Morales, Moralitos, lo fue de los jóvenes del incipiente proletariado habanero, a quienes se propuso no dejar en la oscuridad de la ignorancia.
Pero entre todos ellos quizá la figura principal, que se yergue como asta de bandera sobre la fila insigne, fue el presbítero Félix Varela, quien ha pasado a la Historia como “el hombre que enseñó a pensar a los cubanos”, frase con que lo definió su discípulo Luz.
Varela fue una personalidad muy fuerte, inquieta y definida, puro acero en un cuerpo menguado y magro que no podía alardear de salud, pero al que, sin embargo, sobraba vitalidad como una lámpara inextinguible. Mucho hizo en su vida, pero el propósito de este trabajo se centra en el periódico El Habanero, que comenzó a publicar en 1824 durante su exilio en los Estados Unidos, por lo que solo es posible mencionar aquí muy brevemente los hechos más relevantes de su biografía.
Félix Varela nació en La Habana el 20 de noviembre de 1787. Huérfano de madre a la edad de tres años, se trasladó con su familia a La Florida, por entonces parte de la Capitanía General de Cuba, y cursó allí la Enseñanza Primaria.
Regresó a La Habana en 1801 y, aunque su abuelo y su padre, militares ambos, soñaban para él la carrera de las armas, al siguiente año ingresó en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, donde se graduó de Bachiller en Teología y tomó los hábitos. En esa misma institución fue nombrado a los 24 años profesor de Filosofía y Ética.
Decepcionado por el nulo rigor científico de la Escolástica medieval, sistema que aún dominaba la enseñanza española en la Península y el Nuevo Mundo, instaló en las aulas del Seminario el primer laboratorio de Física y Química de la Isla, y comenzó a realizar prácticas, y procuró hacer lo mismo en el terreno de la epidemiología, muy poco atendida y menos desarrollada en Cuba. Incluso, fue el primero en inventar un aparato para paliar las crisis de asma, enfermedad que él mismo padecía. Fue un innovador nato, y su principal característica consistió en cambiar todo lo establecido por formas nuevas que hicieran avanzar al ser humano.
Escribió obras que llegaron a los escenarios de los teatros cubanos de la época. Por sus aportes al sistema educacional, fue nombrado Socio Emérito de la Sociedad de Amigos del País. Su obra cumbre se consideran sus Cartas a Elpidio, en las que dejó plasmadas para la posteridad todas sus ideas sobre la educación de la juventud.
También fue un pensador político muy distanciado de las corrientes imperantes en España. Elegido diputado por la isla a las Cortes españolas en 1822, presentó ante estas una propuesta en la que pedía un Gobierno económico y político para las provincias de Ultramar. Además, presentó otro proyecto en el que solicitaba la independencia de Hispanoamérica, y escribió la Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba, atendiendo a los intereses de sus propietarios, que nunca llegó a publicar.
Sin embargo, no concebía a Cuba como parte de otro país: “Yo soy el primero que estoy contra la unión de la Isla a ningún gobierno, y desearía ver la Isla en políticas como lo es en la naturaleza (…) En una palabra todas las ventajas económicas y políticas están a favor de la revolución hecha exclusivamente por los de casa, y hacen que deba preferirse a la que pueda practicarse con el auxilio extranjero”. José Martí retomó este pensamiento mucho después.
Fue también opuesto a la esclavitud, sobre la cual escribió: “Yo trabajaría por suprimirla. Aprendí a odiarla desde niño, y no concibo la falacia sacrílega con que los hombres blancos pretenden someter al negro, afirmando que constituyen una raza maldita y embrutecida”. Su pensamiento político continuaría evolucionando hasta llegar al independentismo total.
Por su postura con respecto a la propia política española (respaldó a la regencia y no a las aspiraciones absolutistas del monarca Fernando VII), fue condenado a muerte y tuvo que huir al exilio, primero en Gibraltar, por entonces bajo dominio inglés, y, finalmente, a Estados Unidos, donde residió en Filadelfia y luego en Nueva York.
En esa última ciudad, comenzó a publicar su periódico El Habanero, aunque no fue su única incursión en el periodismo, pues también redactó El Mensajero Semanal y The Protestant Adbriger Annotator, y también colaboró en el Revisor Político y Literario, Revista Bimestre Cubana y La Moda. Discursos suyos aparecieron en la Revista de La Habana y El Kadeidoscopio.
De El Habanero vieron la luz seis números, aunque el historiador Emilio Roy de Leuschenring afirma que existió un séptimo y último, que nunca encontró. En las páginas de este diario, Varela no solo expuso sus ideas sobre el anexionismo, la necesidad de Cuba de librarse de España, y el cese de la esclavitud, sino también sobre lo que hoy conocemos como “el arte por el arte”. Varela flagelaba la tendencia de los intelectuales a refugiarse en torres de marfil, porque creía con firmeza que, precisamente por serlo, estaban obligados comprometerse y, de ser necesario, interactuar activamente con los problemas nacionales para ilustrar y orientar a los pueblos.
A pesar de estar rigurosamente prohibido en la isla, El Habanero entraba de forma clandestina y era leído por cientos de cubanos. Las ideas del sacerdote expuestas en ese periódico resultaban demasiado incendiarias para las autoridades españolas que regían los destinos de Cuba, por lo cual no solo se convirtió en persona no grata, sino que se llegó al extremo de fraguar su asesinato. Tal vez haya sido Varela uno de los primeros periodistas a quienes se les decretó la muerte física para impedir que siguiera difundiendo sus convicciones políticas y denunciando la arbitrariedad, la injusticia y la falsedad de los regímenes gobernantes.
Para ello, sus censores enviaron a los Estados Unidos un sicario a quien se le encomendó el asesinato. Los amigos cubanos de Varela le alertaron desde la isla del plan macabro que debía consumarse en su contra y le rogaron que se ocultara, pero Varela se negó resueltamente, y lo único que pudieron hacer al respecto quienes deseaban protegerlo fue enviar aviso a las autoridades de la ciudad.
Varela denunció el intento de asesinato en dos números de El Habanero, y escribió en carta a un amigo párrafos que revelan no solo la integridad y coraje que siempre lo caracterizaron, sino que lo convierten en un precursor del periodismo valiente y justiciero:
Acabo de recibir la noticia de que en consecuencia de los efectos producidos por el segundo número se ha hecho una suscripción para pagar asesinos que ya han encontrado y que deben venir de la Isla de Cuba a este país sin otro objeto que este asesinato. La noticia es dada por personas de quien no puede dudarse, y además tiene otros antecedentes que la confirman. ¡Miserables! ¿Creéis destruir la verdad asesinando al que la dice? ¡Ah! ella es superior a todos los esfuerzos humanos, y un recurso como el que habéis tomado sólo sirve para empeorar vuestra causa. Nada prueba más la solidez de lo que he dicho que la clase de impugnación que habéis adoptado. Yo podré morir a manos de un asesino, pero aseguro que no ganaréis mucho, y no sé si me atreva a pronunciaros que perderá algo vuestra causa. […] Yo no sé hacer la guerra de asesinos, ni he hecho otra que la de razones, francamente, sin ocultar mi nombre, y de un modo decoroso. [… …vuelve usted a hablarme de los asesinos que algunos bien intencionados quieren mandar para libertarse de mí, y asegura usted que están pronto a sacrificar treinta mil pesos. Yo estoy pronto a decir treinta mil verdades para conservar a esos alucinados esos treinta mil pesos y otros muchos que perderán, si no es que pierden la vida, continuando en su errónea conducta.
Acosado por crisis constantes de asma que se hacían más frecuentes con el paso del tiempo, Varela viajaba con frecuencia a La Florida, buscando mejoría en la calidez de su clima.
Murió allí, en 1853, en el pueblo español de San Agustín, a la edad de 64 años.
En el siglo XX, sus restos fueron trasladados al Aula Magna de la Universidad de La Habana, donde recuerdan desde entonces a todas las jóvenes generaciones que pasan por ella, que allí yace el primer arquitecto del pensamiento revolucionario cubano. (Gina Picart Baluja.Imagen: red social Facebook)